Un hombre, cualquiera como muchos, camina por el pasillo más largo del quinto piso de la universidad. Lee un libro, como pocos, cuyas letras comienzan a crispar de color: negras, azules, moradas y, finalmente, verde.
Con la mano izquierda se soba los ojos y aleja el libro con la derecha. Mira a sus costados, los demás estudiantes caminan despreocupados. Cada rostro que pasa, es color verde, no hay excepción. Pareciese como si usara lentes de luna verde. Los estudiantes pasan y desaparecen, uno por uno hasta dejar al hombre solo.
El pasillo para él, nadie más. La soledad lo vuelve loco, la desesperación lo invade, empieza a sudar frío y a temblar. Los colores se crispan nuevamente: verde, azul y rojo. Desaparecen los casilleros y desaparecen las aulas, todo parece como si la sangre se escurriera por su rostro y manchase el mundo que ve. Y, cual toro de lidia, empieza, el hombre, a correr; enfurecido al comienzo y asustado al final. Grita y clama por ayuda, las paredes se pierden; corre más rápido. De pronto un golpe, un ruido, un dolor y la calma. El suelo desaparece y su cuerpo se enrojece mientras los curiosos empiezan a formarse alrededor esperando que llegue el fiscal.
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