viernes, 24 de septiembre de 2010

Cuando Nadie Conversa con Cualquiera

Hay quienes me miran con odio.
Hay quienes me miran con lástima.
Hay quienes me miran con asco.
Hay quienes me miran con cólera.
Hay quienes me miran con repulsión.
Hay quienes me miran y me dan una moneda.
Hay quienes me dan una moneda y no me miran.
Hay quienes ni siquiera me miran,
Fingiendo que no soy parte de su mundo.
Hay quienes me miran porque no quieren hacerlo.

Siempre hay alguien que pasa y me da las sobras de algún almuerzo. Hay quienes me miran y piensan que estoy dónde estoy porque no hice nada con mi vida. Hay quienes me miran y culpan al estado. Hay quienes me miran y creen que estoy fingiendo.

Sentado, todo el día en una banca o en el suelo de alguna calle. Mirando cómo la gente con dinero pasa delante de mí. Y yo pienso, sueño, que soy como ellos. Me gusta entrar en sus vidas, soñar que soy una persona importante, con dinero. Alguien que por lo menos puede comprar su propio almuerzo todos los días. Que no tiene que esperar el asco de los demás, o la lástima de otros para poder comer.

El día es largo, sentado, sin poder levantarse porque muchas veces el hambre no te lo permite. Sentado en una vereda dónde la gente no es capaz de ofrecerte una mano para levantarte. Lo sé, sé que le daría asco a cualquiera. Sé que no me he bañado en semanas, o quizá meses. Ya no sé dónde termina la carca y empieza la piel.

Lo bueno es que el dolor de mis llagas –si sanan- es luego cubierto con la capa protectora de los cayos. En las noches en las que los jóvenes de la ciudad, esos jóvenes adinerados, vienen borrachos a golpearme por ser quién soy, por vivir dónde vivo, por tener lo que no tengo. Los cayos son mi armadura, impiden que los golpes causen mayor efecto. Y los cayos en mi corazón me impiden odiarlos.

Pero al fin y al cabo ¿a quién le importa lo que me pase? Los que no me ven como una lacra simplemente no me ven. A nadie le importan las toses o las fiebres. A nadie le importan mis sueños o mis dudas.

Todos siempre dicen o piensan que yo estoy dónde estoy porque yo mismo me conduje a este lugar. Piensan que yo soy el único culpable de todos mis problemas. Odio generalizar, pero es la verdad. Algunas veces una que otra persona; católico, evangélico, mormón, testigo de Jehová o de alguna de esas cojudeces; se detiene a decirme que yo soy el culpable de mis desdichas, o a decirme que si me uno a su religión me salvaré, o que si me muero me iré a un lugar mejor, donde la comida no me habrá de faltar.

Yo no creo en esas cojudeces, ellos lo dicen porque no tienen yagas en el estómago que les impiden asimilar la poca comida que pueden llevarse a la boca. Ellos lo dicen porque no tienen las heridas en los pies que yo tengo por los hongos que me salieron hace años. Ellos lo dicen porque no tienen que lidiar todos los días con el dolor de los moretones del día anterior. Ellos lo dicen porque no han probado lo que es respirar con neumonía, prácticamente vivir con ella. Ellos lo dicen porque no tienen a alguien que los empuje cada vez que quieren levantarse.

¿Dicen que yo no lucho? La vida que llevo es una constante lucha, he luchado más de lo que cualquiera de ellos que me miran y los que no me miran podrían luchar. Soy un hombre que se cansa de luchar y sigue luchando. Peleando una guerra que no termina hasta que yo termine. Yo lucho todos los días por seguir vivo.

Todos los días lucho contra la dama de negro. Tentadora y sensual que se me acerca y me mira a los ojos, la única que me mira a los ojos, la única que me habla con ternura.

Una vez tuve un amigo, alguien por quién preocuparme, alguien que cuidaba de mí. Alguien con quien compartir las sobras que me daban. Con quién compartir las limosnas. Alguien con quien compartir mis sueños. Contarle que quería ser médico, abogado, arquitecto o ingeniero… incluso presidente. Alguien con quien compartir el calor en una noche fría.

Un día él no llegó a la banca de siempre en el parque de siempre. Una noche compartí nuevamente las sobras con la soledad. Dos días después lo encontré tirado en una de las calles dónde se sentaba. Tenía los ojos cerrados y una sonrisa en el rostro. Estaba muerto, estaba muerto y a nadie más que a mí le importaba. Nadie se preocupó por él, pensaban que estaba dormido o simplemente no pensaban en él. Dos días y nadie se percató de su muerte. La sanidad se lo llevó unas horas después que lo encontré, lo tiraron a una fosa común.

Después de tantos años, después de tantas miradas, después de tantas monedas y de tantas sobras, después de tantos golpes y de tantas enfermedades. He aprendido que lo único de lo que puedo estar seguro es que la caridad no existe. Todos quieren siempre algo a cambio. Ni el más católico de los católicos me da algo sin esperar a cambio la satisfacción de habérmelo dado.

Pero no los odio y mucho menos los envidio. Porque aquí dónde me ven, con harapos, con sarna, con yagas, con cayos, con mugre, con hedor, desaliñado y con hambre; yo sé, que en el fondo, llevo la sangre del mismo color que la suya. Y puedo enorgullecerme de tener algo que ellos no tienen, algo más valioso que todo su dinero, una virtud que no cualquiera consigue, la virtud del respeto. Yo respeto a todas las personas y por ello mi mirada siempre les da a los ojos.

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