viernes, 24 de septiembre de 2010

Dos semanas, tres días, cuatro horas, cinco minutos y seis segundos

"A usted señor Joaquín Arizabalaga le quedan dos semanas, tres días, cuatro horas, cinco minutos y seis segundos de vida". Me dijo el doctor Rivasplata con cierta pesadez en su rostro. Me sorprende lo rápido que ha progresado la humanidad, hoy en día es posible que uno sepa con exactitud el instante de su muerte. ¿Y cuál fue el crimen que cometí? Fumar y beber.

-Gracias Mario -le digo al médico mientras estrecho su mano, guardando una calma catacúmbica y el tipo de serenidad que guarda uno cuando desarma desarmadores, o la apatía con la que uno se levanta de la cama se pone una bata sobre el pijama, se dirige a la farmacia y pide doscientos gramos de ratones calvos. No comprendía por qué el doctor estaba tan afligido, al fin de cuentas quien se va a morir soy yo-, fue un placer verte nuevamente.

Al llegar a mi casa aquella noche me detuve frente al calendario que tengo colgado tras la puerta de la cocina y dije para mí:

-Déjenme ver, hoy es viernes 14 de agosto y por lo tanto si le sumamos dos semanas 28 de agosto, más tres días, 31 de agosto. Si el médico dio su veredicto a las 08:26:37 pm; con cuatro, cinco minutos y seis segundos más nos daría… 12:31:43 am / 00:31:43 del martes primero de septiembre en pleno invierno de un año bisiesto. Mejor lo anoto, no vaya a ser que se me olvide.

Al día siguiente me levanté sintiéndome mejor que nunca. Ningún dolor, ninguna molestia, nada que pudiera dar indicio alguno de mi enfermedad. Me sentía sano, invencible, era el renacer de un ave fénix. Tuve la impresión de haberlo soñado todo. La visita al doctor Rivasplata o el anuncio de mi muerte. Es una lástima. Me había acostumbrado a la idea de morir.

Más tarde ese día pasé por el calendario y no vi nada anotado en él. Supe que todo había sido y podía transcurrir con mi monótona vida con toda normalidad y sin preocupación alguna.

Fue exactamente dos semanas después de mi sueño que mi hermano Ricardo llamó para recordarme que el 10 de septiembre era el cumpleaños de su esposa y debía asistir a la fiesta que ella estaba organizando con tanto ímpetu.

-Ricardo,  un momento que lo anoto en el calendario. Ahora mismo veo el mes de septiembre.
-No hay problema Joaquín. Espero, tengo que hablarte de la misa de Papá.
-Lo siento Ricardo, no podré ir a la fiesta.

La primera vez que vi el calendario sólo había visto el mes de agosto. No recordaba la fecha que el doctor Rivasplata había separado para mi muerte. Así que supuse que sería en este mes. Al verme obligado a pasar al mes de septiembre para anotar la fiesta de mi cuñada pude ver que nada había sido un sueño. Verdaderamente iba a morir ese día. Era una verdadera pena. Mi cuñada tiene fama de organizar las mejores fiestas de la ciudad.

-¿Cómo? Y eso por qué -dijo Ricardo sorprendido al otro lado de la línea-, ¿ha pasado algo?
-Bueno Ricardo la verdad es que sí. No podré ir porque el primero de septiembre me toca morir.
-¿Qué dices? ¿Morir?
-Sí, el doctor Rivasplata me anunció la fecha y hora de mi muerte hace dos semanas. Pero lo había olvidado.

La conversación duró unos 15 minutos, lo que demoré en explicarle las razones de mi muerte. Ahora que redescubrí la hora y fecha de mi muerte tenía muchas cosas por hacer y muy poco tiempo por hacerlas. Así que me precipité a mi auto y manejé hacia el empresario de pompas fúnebres de la familia.

Ese día escogí mi traje de madera, la capilla que me servirá de vestidor. Dónde me prepararé para descansar en la litera de madera que escogí en el cementerio. Incluso escogí a los negros que cargarían de mí. Lo más curioso de todo es que tanto el empresario de pompas fúnebres, como el cura y el dueño de la pensión reaccionaron de la misma manera ante mis pedidos.

Todos me miraban de pies a cabeza, se quedaban en silencio un momento y me decían "pero si usted es tan joven y se ve tan sano". Ninguno podía creer que moriría a las 00:31:43 del martes primero de septiembre. Creían que estaba loco. Locos debieron estar ellos. No comprendieron que fue la ciencia la que dictaminó la hora de mi muerte. Y como todos sabemos: la ciencia no comete errores, es exacta.

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